Letargo

No quiero más ídolos,
porque no quiero más hipocresía.
No quiero más llanto,
porque no quiero una vida-tragedia
No quiero más cosas tangibles,
lo más hermoso suele ser efímero
No quiero más preguntas estúpidas,
porque no quiero más gente estúpida
No quiero más mentiras,
porque nada se compara con la verdad
No quiero más sueños,
si no estoy dispuesta a despertarlos
No quiero más miedos,
porque la vida no se vive agazapado
No quiero más cadenas,
porque la felicidad no es más que la libertad
No quiero más cercas o lejos,
pues nunca dejaré de ser una isla
No quiero más perderme cosas,
porque cuando lo hago me evito vivir.
No quiero más pensar en el pasado,
porque no hay nada más desconocido
No quiero más no querer más nada,
lo mejor es lo que todavía no ha venido.

Hoy no hubo tiempo

La noche me posee con calma
una que no creo recordar
Próxima a los refugios
donde mi niñez escondió el alma.
Cercana a los lapsos
en que no escuché sus quejidos.
Lisa como los lienzos
que acariciaron mis manos.

La noche se presta serena,
se agolpa en mi pecho un estado único,
estalla antes de que me dé cuenta.
Mi cuerpo es uno con el universo.
Uno y sólo uno.
Uno como todos y cada uno de los segundos.
Como lo es el ser mismo.

La noche se desvanece en el humo.
Hoy no hubo noche, hoy fue todo día.
Hoy no hubo tiempo

Por la vida

...Sólo se sigue siento "joven"
cuando el alma no descansa,
cuando no busca la paz.
Friedrich Nietzsche





9°piso.
Tiro la colilla de cigarrillo y observo su caída hacia el vacío. Me pregunto qué será de la colilla cuando roce el piso.
¿Qué cambios experimentará?
¡Qué ganas de saltar!
No es un impuso suicida, no es algo muy pensado, no salí al balcón con la idea de saltar.
Para ser exacta, fue la necesidad de fumar lo que me movió de la comodidad del sillón que me contenía. El dueño de casa me pidió que no tirara la colilla en el balcón. Es una de esas casa donde está por completo prohibido fumar. Lo respeto, pero realmente me molesta mucho.
Cuando por fin se consumió el cigarro, lo apagué en mi bota cuña y lo arrojé. Fue ahí cuando me entraron unas ganas inmensas de saltar. Sentí, el deseo de ser libre, de caer al vacío. Ganas de que mi alma encuentre la paz y de que mi mente sea nula, al menos por un momento.
Fue algo parecido a lo que hablé con esa chica una noche.
—Creo que todos somos un poco suicidas —le dije.
—Puede ser —respondió con cierto dejo de duda—. Hasta a mi me pasa me a veces.
—Creo que todo radica —comenté muy segura—, en que estamos en un mundo en el cual nunca pedimos estar. Nos toma toda la vida entender todo lo que nos rodea y nunca lo hacemos del todo y, en el mejor de los casos, cuando lo hacemos estamos a un paso de la muerte.

Miro otra vez hacia abajo. Miro y me invade la duda. No quiero morir cubierta de sangre. De hecho, me causaría mucha impresión. ¿Cómo se partiría mi cabeza por el impacto? ¿Habrá calma más pacífica? Habrá un modo más noble, eso ni que lo diga. Pero el momento es único, es como debe ser cualquier instante en el que uno decide dejar confusión y adentrarse a la claridad. Es como debe ser la paz más inmensa del mundo.
Hay algo más que recuerdo de la conversación de ese día. Ella, dotada de una calma suprema, me expuso el tema.
—A veces viajo en el asiento trasero de un auto por la ruta y siento el impulso de arrojarme.
—Naturalmente —dije, mientras miraba sus ojos que no me mentían y que no querían hacerlo tampoco—. He tenido esos impulsos también.
Creo que la tranquilicé al decirle ésto último. Más bien lo hice porque se notaba que se había sentido algo rara al decirlo; supongo que porque no sabía a quién se lo estaba diciendo. Pero creo que logré calmarla, debe ser porque ni por un momento pensé en juzgarla.
Quizá ahora yo necesitaría su calma. Necesitaría entender que nada es tan nefasto. Que todo, excepto este preciso instante, es modificable. Bueno, el pasado tampoco lo es pero, en todo caso, el pasado ni siquiera es real.
Miro el cielo. Sólo unas pequeñas nubes lo manchan. El clima es perfecto: un vientito tenue me despeina y me impulsa a salta. Me atrae hacia el fin del encadenamiento, hacia el principio del espíritu libre.
Alguien me llama y saca del encierro mental. ¡Qué inoportuna suele ser la gente!
—Te vas a congelar ahí afuera.
—No es para tanto, che —respondo por no mandarlo al infierno.
Alguien propone un brindis
—Dale, agarra la copa —me dice—. ¿Por qué vas a brindar?
—¿Que porqué voy a brindar? Brindo por la vida, y por todo lo maravilloso que en ella, nos coquetea y se nos oculta.