La manera en la cual el muchacho usaba la camisa, a la muchacha, no le parecía la correcta. Sin embargo, el sólo imaginarlo en ella le encantaba.
La camisa, negra como sus ojos, tenía dos pequeños bolsillos a la altura del pecho , charreteras y botones a presión . Eso!!! Eran los botones lo que la volvían loca de la camisa. Esa camisa o, mejor dicho, esos botones, le recordaban cualquier otra camisa que hubiera llevado él con la misma prendedura, pero un siglo antes. Esa prenda, increíblemente la transportaba a cuando eran dos chicos. De repente, recordaba las épocas pasadas, recordaba su bien y su mal. Aquellas fiestas paganas, que contenían los coqueteos de todos con todos y donde se traficaban drogas y el alcohol y donde ella, alejada del juicio, sumergía sus manos en sus camisas y ambos se sumergían en un juego histérico y absurdo que nunca llegaría a más.
Ahora lo piensa, ¡quizá es eso!, quizá quiere desprender su camisa, la negra o cualquier otra. Es posible que sólo le parezca divertido hacerlo. Pero, según su realidad, es más que eso. Su realidad le dice que es a él a quien quiere.
Tantea la caja de cigarrillos, descubre que le queda uno, recuerda que es domingo y son las 14 horas, ningún kiosco va a estar abierto, piensa. Sin embargo, el deseo de fumar y los difíciles pensamientos la invaden. <<¿cuándo pasó esto?>>, su pregunta clave. Aunque la clave la sabe de ante mano.
Quizá está salvada, quizá sólo lo desea.
No hay necesidad de pensar que lo ama. ¿Porqué de repente pensó en la palabra amor?. No hay por qué desesperance. ¿No hay por qué desesperance?
Prende el cigarrillo, evalúa las respuestas otra vez. Su diminuto ángel le dice que deje pasar las cosas. “Es lo mejor”, dice su diminuto ángel. Su gran demonio dice que se moje los pies. “Que podes perder”, dice su gran demonio. Se entremezclan las voces, hasta que deja de entender quién es quién y quién dice qué cosa. Un golpe fuerte la saca de pensamiento alguno. Espía por la mirilla de la enorme puerta de roble, pregunta quién es, quizá para corroborar, quizá por costumbre. Yo!, dice el muchacho.
Ella ya lo sabe, muerde sus labios, se mira al espejo, acomoda su remera y corre nuevamente a la puerta. Abre.
Durante los siguientes 80 minutos hablan de la semana. Ninguna imagen del muchacho, ni las pasadas, ni las presentes, ni aún las que podrían llegar a ocurrírsele, recorren la mente de la muchacha.
Durante los siguientes veinte años pierden los registros el uno del otro. Irónico. Durante el resto de la vida se desean a dos lados del mundo y a sólo unos metros de distancia.
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